Crónica
Llegué a las 6 a.m. a Quencoro. No es temprano, hay mujeres que están esperando por el número de ingreso desde las 3 a.m. Me dan el 127, la siguiente hora de entrada es a las 8:45 a.m. Me llena un sentimiento de tranquilidad, nostalgia y curiosidad ver que la mayoría son mujeres adultas con sus niños, campesinas, indígenas con sombrero, trenzas y faldas largas. Como si se tratara de un pícnic familiar, todas estamos cargadas con nuestras bolsas de comida, ropa, zapatos y recuerdos para dejarles: una fotico de carnet, una estampita de San Martin de Porres, un dije de la virgen, un gorrito del bebé.
Una vez mueven el primer cordón con mi número rayado en la piel, avanzo a la segunda fila, la que nos deja frente a una inmensa puerta negra. Ahí una chica se queda mirándome y me dice «No te van a dejar entrar esa chaqueta porque tiene capota, quítatela». Me quedé pensando en mi penosa situación sin contestarle nada, lo mejor que se me ocurrió fue esconder la capota, pues ni siquiera era una chaqueta mía sino era un encargo para los otros dos colombianos que estaban allí. En esta segunda fila empieza a ser más evidente la fatiga, pues ya vamos llegando a las 3 horas de estar de pie, bajo el sol de Cuzco que calcina y mancha la piel. Algunas mujeres como parte del desespero y el desorden empiezan a colarse en una avalancha humana, otras gritan haciendo evidente lo que pasa: «-Técnicoooo! (como le llaman a las guardias) Revise el número, se están metiendo mal». Y es por esta razón que nos vuelven a enumerar, esta vez me rayan con el 125, es decir que sin querer queriendo terminé colándome dos números, no es una gran ganancia, todas seguimos en la misma gritería que ahora saca en vapor los olores de las comidas revueltas, de los pañales que en la fila cambian, del sudor producto de aquellas temperaturas solares y humanas.
Empezamos a atravesar la puerta grande, un poco de sombra que alivia. Voy detrás de una mujer de piel muy blanca, pero con el mismo traje indígena de las demás. Lleva atravesado en su espalda el awayo y ahí su bebé de quizás 6 meses. El bebé se resbala con cada paso que ella da, y su cabeza queda casi que colgando, ella con ternura y sin voltearse le dice: -“a ver, mi amor, no te me caigas” y otras palabras en quechua con el mismo tono suave. Hago lo posible por hacer lo que yo supongo que es una ayuda, pero me doy cuenta de que resulto completamente torpe en esta tarea y más hace ella con solo mover su mano debajo del awayo.
Se acerca el momento de la requisa, ya me han advertido que la chaqueta con capota no entra, a falta de argumentos y con tal exceso de emociones, considero cobardemente que debo preparar algunas lágrimas para esta ocasión. Sigo un escalón más, la tercera fila, la de pasar el documento de identidad. No me fijo en el orden, solo camino, y cuando llego a la ventanilla:
–Señorita, ¿qué número lleva en el brazo?-me dice el guardia
–125 -le contesto
–Fíjese bien, aquí son pares, no impares, pase al otro lado -contesta molesto con justa causa
Paso a la fila correcta, nuevamente el número, nombre del interno, parentesco y que si es la primera vez que vengo.
Llego a la cuarta fila, la de la requisa. Ahí está el guardia mirándome de arriba abajo. Le paso las chaquetas y sucede lo obvio. Las sacude, me dice que no puedo entrarlas por la bendita capota, pues por norma, los internos deben tener cabeza y rostro descubierto. Sucede lo más obvio como consecuencia del primer desenlace obvio: rompo en llanto, soy un mar de lágrimas que no refrescan sino que queman. Le digo unas tres veces “por favor, es la primera vez que vengo” luego otras tantas “vengo desde Colombia, no sabía que esa era una regla”. Y ocurre por tercera vez lo obvio, el guardia Mendoza me dice que por favor me calme y me la deja entrar, junto con los 140 soles que les enviaron sus familias. Me recalca “que sea la última vez, ya cálmese, señorita, deje de llorar”.
Me seco lágrimas y mocos escurridos, la siguiente fila es la del tacto.